Si hay misterios insondables en la historia de la
humanidad para mí son, sin duda, las guerras. Todo lo demás, por más sorprendente
que parezca, resulta absolutamente creíble ante las imágenes que dejan esas contiendas
en las entrañas de las ciudades.
España ha sido uno de esos tantos países en el mundo
que ha sobrevivido a esas infamias y, el hecho de haberse levantado luego de
episodios tan demoledores lo vuelve más hermoso aún.
Hoy, cedemos el timón a nuestra imaginación dentro de
los perímetros que nos acercan a esa época donde el odio se convertía en el
macabro arquitecto de sus ciudades, remodelando los edificios de acuerdo a su grotesco
placer.
Así, escudriñando en el pasado, llegamos a la Plaza
Sant Felip Neri, en el Barrio Gótico de la ciudad de Barcelona.
Esta pequeña plaza, sombría y húmeda, que pareciera
que entre las casas de estilo renacentista que la rodean se ocultara del eco de
la urbe, se erige dentro de los límites del que hubo sido el antiguo cementerio
judío, Montjuic del Obispo. En su estancia central, una fuente de agua de base
octogonal, de la cual ha sido profanada su figura, preside silenciosa el juego
de los niños de la escuela adyacente.
Resulta inevitable que esa imagen promueva la
evocación de aquella mañana del 30 de enero de 1938, durante la Guerra Civil
Española.
La primera explosión había sucedido a las nueve de la
mañana, una treta de infame terror, premeditada, llamada bomba trampa, a la
cual le sucedió un nuevo bombardeo dos horas más tarde, con el fin de
sorprender al barrio mientras prestaba auxilio a sus heridos, y en este caso, a muchos
niños que huían aterrorizados a refugiarse en los sótanos de la iglesia, a quienes
la deflagración alcanzó, dando muerte a veinte de ellos.
Las reducidas dimensiones de la plaza propiciaron que
la destrucción fuese aún mayor: la onda de compresión produjo el derrumbe de
las casas lindantes, las puertas forradas de hierro de la iglesia fueron
arrancadas de sus goznes y arrojadas contra el presbiterio, y las paredes del
convento, visiblemente acribillados.
Cuando desandamos los pasos de aquel infortunio
maquinado por sagacidades que buscaban obrar terror y destrucción, apreciamos las
huellas de aquella mañana nefasta sobre las superficies de los muros de la
plaza como crudos testimonios del perfil más perverso y lóbrego del ser humano,
permitiendo que esas huellas nos recuerden nuestras fragilidades, y deseando que
la placa conmemorativa que se erige en la plaza como dos brazos
levantados al cielo reclamando clemencia entre tanto dolor, se convierta en un
portal que permita a las cuarenta y dos víctimas de aquel bombardeo retroceder
en el tiempo, y así, poder seguir dando paseos, asistir a los llamados
dominicales de la iglesia y jugar, en una plaza que hoy desenmascara la crueldad
y, al mismo tiempo, la imbecilidad humana, con una habilidad aprendida en el
tiempo, a través de tenebrosas y dolientes visiones.
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