Antes de que el sol se asomara sobre los montes rocosos de
Alfarnate, María se había levantado de su cama, una vez más.
Prácticamente no había dormido aquella noche, y la madrugada la había encontrado en continuo trasiego de una ventana a otra de la casa, y del dormitorio a la cocina, en el silencio de las horas que se eternizaban en aquellos días.
Prácticamente no había dormido aquella noche, y la madrugada la había encontrado en continuo trasiego de una ventana a otra de la casa, y del dormitorio a la cocina, en el silencio de las horas que se eternizaban en aquellos días.
Se miró al espejo, llevó hacia atrás su pelo gris y lavó sus ojos
celestes, enrojecidos por el insomnio y las lágrimas. Se vistió con dos jerséis
negros y una chaqueta de punto fino; se calzó las zapatillas de lana, y tomó el
último trago de una infusión caliente que esperaba sobre el brasero. Escondió un pañuelo limpio en el
bolsillo de la chaqueta, y salió de su casa.
La pequeña mujer de manos regordetas y arrugadas, cruzó la calle
con un andar sereno pero decidido, las manos en los bolsillos para protegerlas
del frío y la cabeza baja, sumida en una tristeza que volvía a humedecer sus
mejillas.
El rostro se le iluminaba con sus grandes ojos celestes, enmarcados
por los surcos generosos de la vida y endurecidos por el viento frío de las
altitudes malagueñas.
Pintura: Anne Rose Bain |
Ocho mujeres calentaban sus piernas bajo la falda tibia de la mesa
camilla, abrigadas por el calor artificial que pretendía suavizar las
intranquilidades. Nadie notó cuando María se acercó a ellas con el pañuelo
blanco entre las manos, para inclinarse sobre el ataúd de su hermana Emilia,
porque su pena era silenciosa como el trabajo de un pájaro por la mañana. Su angustia
le otorgaba un aura de desamparo a su edad madura.
Ni siquiera se percataron del momento en el que María se sumó a la
reunión alrededor de la mesa camilla porque su pequeño cuerpo casi no ocupaba
lugar.
Con los hombros vencidos, los dedos de las manos entrelazados
sobre la mesa sosteniendo el mentón, y solo cuando dejaba de llorar, la buena
de María me dirigía una mirada húmeda de ajos azules, y me abría el corazón.
La madrugada del día anterior se había llevado a Emilia.
Dicen que había vivido como se había marchado, en silencio. Dicen
que había sufrido, oculta entre sus recuerdos, el dolor más grande que puede
tocarle vivir a una madre, dos veces. Dicen que había respondido con valor, una
y otra vez, a los retos que le había presentado la vida, y que había salido
adelante con una fuerza aguerrida que disimulaba detrás de sus ojos serenos.
Dicen que vivía entre fotos y crucifijos, rogando por el descanso
eterno de sus hijos, que su rostro empalidecía en cada oración y que su
espíritu revivía en las salsas y en las carnes de los platos de comida que
preparaba para la familia que se congregaba cada día alrededor de su mesa.
Dicen que aquella madrugada, Emilia se había ido en un suspiro ahogado y tranquilo, abrigada por los brazos de uno de sus hijos que intentaba traerla de vuelta, pero que sólo podía ayudarla a marcharse en paz con el calor amado de sus besos y últimas caricias.
En aquella bonita casa de Alfarnate, aquella mañana, las horas
exigían los preparativos de una despedida que se acercaba desafiante.
Pintura: Safet Zec |
En los balcones de las casas del pueblo las flores se abrían al
sol de la mañana, en las calles sólo se veían unos pocos coches buscando
presurosos un sitio donde detener su marcha, y los vecinos se tendían las manos
unos a otros en el encuentro, frente a la casa de Emilia, que comenzaba a abrir
sus puertas para que ella pudiera marcharse.
Pintura: Safet Zec |
Ese día nadie lavó la ropa, ni tendió al sol los manteles, nadie
compró el pan, ni leyó el periódico, ni encendió el televisor, porque en el
pueblo de Alfarnate, esa mañana soleada de noviembre, todos los corazones
latían unidos por la partida de Emilia. Sabían que ya no volverían a verla en
su andar discreto a través de las calles, ni percibirían el aroma de sus
comidas, ni escucharían el timbre amistoso de su voz invitándolos a compartir
las horas. Todos buscaban un consuelo que los hiciera fuertes para comprender
lo incomprendido y, finalmente y entre todos, ayudarla a irse.
El coche negro de lúgubres formas se vistió de flores blancas y
rojas, y atravesó las calles en un andar lento, pausado, mudo de crisantemos. Detrás,
la familia, los amigos, los vecinos, la vida; de a poco, atravesando las calles
empedradas del pueblo, subiendo las distancias, presidiendo el desasosiego que
se abría en cada corazón y se suavizaba entre brazos conocidos, enlazados unos
con otros, en una despedida que entibiaba el invierno de Alfarnate con
solidaridad y las doctrinas de su tradición.
Ya frente a la iglesia, las campanas comenzaron a acompañar la
llegada del cortejo con un oscuro tañido de austeros clamores, acompasados.
De repente, cesaron los gorjeos de los pájaros y los árboles
silenciaron la danza de sus follajes contra el viento; solo se oía ese golpe
certero de los badajos contra las copas de hierro como latidos cansados,
mientras una procesión mustia y silente comenzaba a escalar los peldaños de las
escaleras que los introducían a la Iglesia de Santa Ana.
La esquina, la plaza, la puerta gigantesca. El coche se detuvo y
Emilia volvió a ponerse frente a nosotros.
Los brazos fuertes de los hombres más jóvenes de la familia la
levantaban en su nueva cama de madera y sábanas blancas, combatiendo con
fuerzas decididas la debilidad de las lágrimas.
Un joven sacerdote de cuerpo delgado y larga vestidura blanca se dirigió
hasta la puerta de la iglesia para recibirla con los brazos abiertos y
oraciones de bienvenida en sus labios, saludándola con las dóciles convicciones
de su liturgia; pero Emilia ya se había ido, dejando tras de sí más de ochenta
años de amor para recordarla y la fuerza de su espíritu inquebrantable en cada
rincón de aquella bonita casa de Alfarnate.
Dicen que vivió como murió, en silencio, mientras el viento frío
de la madrugada despeinaba el ramaje de los olivos y los almendros perdían su
colores bajo las montañas rocosas del pueblo.
Dicen que su hermana María sigue llorando a escondidas, con sus
ojos celestes enrojecidos por el insomnio de tardes eternas y que, aquella
madrugada, alguien la había visto marcharse, con su traje negro, regando las
piedras del camino con su amor infinito de madre amante, saludando a los
pájaros, besando el cielo, y que unos minutos después, solo unos pocos minutos
más tarde la había visto regresar del brazo de sus dos hijos, sonriente y
hermosa, feliz, para quedarse para siempre en el corazón de un pueblo que la
acaricia en su memoria como una perla que veneran las profundidades sedosas del
océano.
Pintura: Caspar David Friedrich |
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