lunes, 29 de enero de 2018

Emilia

Antes de que el sol se asomara sobre los montes rocosos de Alfarnate, María se había levantado de su cama, una vez más.

Prácticamente no había dormido aquella noche, y la madrugada la había encontrado en continuo trasiego de una ventana a otra de la casa, y del dormitorio a la cocina, en el silencio de las horas que se eternizaban en aquellos días.


Se miró al espejo, llevó hacia atrás su pelo gris y lavó sus ojos celestes, enrojecidos por el insomnio y las lágrimas. Se vistió con dos jerséis negros y una chaqueta de punto fino; se calzó las zapatillas de lana, y tomó el último trago de una infusión caliente que esperaba sobre el  brasero. Escondió un pañuelo limpio en el bolsillo de la chaqueta, y salió de su casa.

La pequeña mujer de manos regordetas y arrugadas, cruzó la calle con un andar sereno pero decidido, las manos en los bolsillos para protegerlas del frío y la cabeza baja, sumida en una tristeza que volvía a humedecer sus mejillas. 

El rostro se le iluminaba con sus grandes ojos celestes, enmarcados por los surcos generosos de la vida y endurecidos por el viento frío de las altitudes malagueñas.

Pintura: Anne Rose Bain
Subió la acera y apartó la pesada  puerta de madera de la entrada de la casa, entró al salón con pasos sigilosos, como si no existiera, y prácticamente sin hacer ruido se dirigió a la cocina.

Ocho mujeres calentaban sus piernas bajo la falda tibia de la mesa camilla, abrigadas por el calor artificial que pretendía suavizar las intranquilidades. Nadie notó cuando María se acercó a ellas con el pañuelo blanco entre las manos, para inclinarse sobre el ataúd de su hermana Emilia, porque su pena era silenciosa como el trabajo de un pájaro por la mañana. Su angustia le otorgaba un aura de desamparo a su edad madura.

Ni siquiera se percataron del momento en el que María se sumó a la reunión alrededor de la mesa camilla porque su pequeño cuerpo casi no ocupaba lugar.
Con los hombros vencidos, los dedos de las manos entrelazados sobre la mesa sosteniendo el mentón, y solo cuando dejaba de llorar, la buena de María me dirigía una mirada húmeda de ajos azules, y me abría el corazón.

La madrugada del día anterior se había llevado a Emilia. 

Dicen que había vivido como se había marchado, en silencio. Dicen que había sufrido, oculta entre sus recuerdos, el dolor más grande que puede tocarle vivir a una madre, dos veces. Dicen que había respondido con valor, una y otra vez, a los retos que le había presentado la vida, y que había salido adelante con una fuerza aguerrida que disimulaba detrás de sus ojos serenos.

Dicen que vivía entre fotos y crucifijos, rogando por el descanso eterno de sus hijos, que su rostro empalidecía en cada oración y que su espíritu revivía en las salsas y en las carnes de los platos de comida que preparaba para la familia que se congregaba cada día alrededor de su mesa.

Dicen que aquella madrugada, Emilia se había ido en un suspiro ahogado y tranquilo, abrigada por los brazos de uno de sus hijos que intentaba traerla de vuelta, pero que sólo podía ayudarla a marcharse en paz con el calor amado de sus besos y últimas caricias.

En aquella bonita casa de Alfarnate, aquella mañana, las horas exigían los preparativos de una despedida que se acercaba desafiante.
Pintura: Safet Zec
Promediando las once, las mujeres comenzaron a intranquilizarse y a ponerse de pie alternadamente, apartando las sillas de la mesa y volcando sobre sus hombros los abrigos de lana. Mientras tanto, María lloraba en silencio, apartada de los movimientos de aquellas mujeres, sumida en la inocencia de su angustia, con el respaldo de su silla rozando la madera del ataúd de Emilia, retorciendo suavemente los labios con el dolor y arrastrando sobre sus ojos y sus mejillas un vértice húmedo y casi invisible del pañuelo blanco que arrebujaba entre las manos, como si no quisiera que la vieran llorar, como si no necesitara que le dijeran que podía hacerlo, descargando únicamente en el algodón del pañuelo la soledad inusitada de su pérdida.

En los balcones de las casas del pueblo las flores se abrían al sol de la mañana, en las calles sólo se veían unos pocos coches buscando presurosos un sitio donde detener su marcha, y los vecinos se tendían las manos unos a otros en el encuentro, frente a la casa de Emilia, que comenzaba a abrir sus puertas para que ella pudiera marcharse.

Pintura: Safet Zec
Ese día nadie lavó la ropa, ni tendió al sol los manteles, nadie compró el pan, ni leyó el periódico, ni encendió el televisor, porque en el pueblo de Alfarnate, esa mañana soleada de noviembre, todos los corazones latían unidos por la partida de Emilia. Sabían que ya no volverían a verla en su andar discreto a través de las calles, ni percibirían el aroma de sus comidas, ni escucharían el timbre amistoso de su voz invitándolos a compartir las horas. Todos buscaban un consuelo que los hiciera fuertes para comprender lo incomprendido y, finalmente y entre todos, ayudarla a irse.

El coche negro de lúgubres formas se vistió de flores blancas y rojas, y atravesó las calles en un andar lento, pausado, mudo de crisantemos. Detrás, la familia, los amigos, los vecinos, la vida; de a poco, atravesando las calles empedradas del pueblo, subiendo las distancias, presidiendo el desasosiego que se abría en cada corazón y se suavizaba entre brazos conocidos, enlazados unos con otros, en una despedida que entibiaba el invierno de Alfarnate con solidaridad y las doctrinas de su tradición.
Ya frente a la iglesia, las campanas comenzaron a acompañar la llegada del cortejo con un oscuro tañido de austeros clamores, acompasados.

De repente, cesaron los gorjeos de los pájaros y los árboles silenciaron la danza de sus follajes contra el viento; solo se oía ese golpe certero de los badajos contra las copas de hierro como latidos cansados, mientras una procesión mustia y silente comenzaba a escalar los peldaños de las escaleras que los introducían a la Iglesia de Santa Ana. 
La esquina, la plaza, la puerta gigantesca. El coche se detuvo y Emilia volvió a ponerse frente a nosotros.
Los brazos fuertes de los hombres más jóvenes de la familia la levantaban en su nueva cama de madera y sábanas blancas, combatiendo con fuerzas decididas la debilidad de las lágrimas.
Un joven sacerdote de cuerpo delgado y larga vestidura blanca se dirigió hasta la puerta de la iglesia para recibirla con los brazos abiertos y oraciones de bienvenida en sus labios, saludándola con las dóciles convicciones de su liturgia; pero Emilia ya se había ido, dejando tras de sí más de ochenta años de amor para recordarla y la fuerza de su espíritu inquebrantable en cada rincón de aquella bonita casa de Alfarnate.

Dicen que vivió como murió, en silencio, mientras el viento frío de la madrugada despeinaba el ramaje de los olivos y los almendros perdían su colores bajo las montañas rocosas del pueblo.

Dicen que su hermana María sigue llorando a escondidas, con sus ojos celestes enrojecidos por el insomnio de tardes eternas y que, aquella madrugada, alguien la había visto marcharse, con su traje negro, regando las piedras del camino con su amor infinito de madre amante, saludando a los pájaros, besando el cielo, y que unos minutos después, solo unos pocos minutos más tarde la había visto regresar del brazo de sus dos hijos, sonriente y hermosa, feliz, para quedarse para siempre en el corazón de un pueblo que la acaricia en su memoria como una perla que veneran las profundidades sedosas del océano.
Pintura: Caspar David Friedrich


sábado, 27 de enero de 2018

El clamor silencioso del Cristo Mutilado de Málaga



Desde las peinadas orillas del Mediterráneo, Málaga es una preciosa ciudad de atractiva geografía y temperaturas suaves durante casi todo el año, factores responsables del carácter jubiloso de sus habitantes, siempre dispuestos a compartir, enseñar y disfrutar de cada acontecimiento social que su entorno le brinda en riquezas patrimoniales e iniciativas socioculturales. 

Artistas por doquier desplegando los frutos de su talento y un público entusiasta, son los responsables de que Málaga, una de las más pintorescas, confortables y atractivas ciudades de España, cuente con eventos de significativa repercusión y belleza.

Uno de ellos, la Semana Santa de Málaga, declarada en el año 1980 de Interés Turístico Internacional, no sólo sugiere una oportunidad para recorrer las calles de la ciudad en la veneración de las diferentes tallas cristianas que se erigen sobre los tronos, y empaparse de júbilo a través del encuentro con amigos y familiares, sino que forma parte de una de las tradiciones más antiguas y respetadas por los malagueños, basada en la admiración y en el amor hacia los legados patrimoniales de una historia que habla de trascendencia y de defensa hacia sus imágenes e ideologías cristianas.

Foto: Koke Pérez


Una de las cofradías malagueñas que ha conquistado especialmente mi atención ha sido la Cofradía del Santísimo Cristo Mutilado.


Esta particular imagen de Cristo crucificado, que actualmente se venera los Viernes Santo en un solemne Vía Crucis, ha sido el fiel protagonista de las tantas profanaciones y destrozos ocasionados en España a numerosos templos e imágenes religiosas, con especial preponderancia en la ciudad de Málaga, donde han sufrido sus efectos de espantoso terror construcciones maravillosas como la Iglesia de Ntra. Sra. del Carmen, la Iglesia de San Pablo, la Ermita de Zamarrilla, la Iglesia de Santiago, y la Iglesia de San Juan, entre tantas, así como asilos y conventos.


De la destrucción de una de las iglesias, en julio de 1936, esta talla de finales del siglo XVII fue prácticamente lo único que se hubo salvado, quizás por haberse encontrado en lo más alto del retablo de la parroquia del Sagrario. 

Al parecer, al no poder derribarla, se valieron de una escalera y de un hacha con la que le seccionaron, de sus extremidades inferiores, el pie izquierdo y la pierna derecha, desde el muslo.
















Debido a su imagen, que ha querido preservarse de esa manera a través de los años, el Santísimo Cristo Mutilado, finalizada la guerra, se convierte en la talla que representó durante años a los mutilados de guerra en la Semana Santa malagueña, efectuando su primera salida procesional en el año 1939, portada por militares uniformados.

Foto: Mi propio sentir
A partir del año 1976, la Cofradía se vio obligada a limitar su procesión dentro de la Catedral debido a las controversias y enfrentamientos sociales desatados por las diferentes connotaciones políticas que generaba la visión de su talla incompleta.

A pesar de que se solicitó el permiso a la Santa Sede, y su culto, tanto interno como púbico y sin que se restaure su imagen cercenada, fue autorizado mediante bula por S.S. Pío XII, el 2 de agosto de 1939, hoy, los ciudadanos de Málaga siguen debatiendo su inclusión en el itinerario oficial de cofradías.

Mientras tanto, cada Viernes Santo, el rezo de las estaciones dentro de la Catedral se convierte en un murmullo envuelto en acordes de ópera; el silencio reina en el apogeo de un recogimiento absoluto, la luz busca apagarse en el camino de la Cruz y la oscuridad busca encenderse en torno a una escolta elegante, y en crecimiento, que venera a su Cristo tal y como los cofrades pretenden:  a través del respeto hacia una historia que, lejos de ignorarse, debe ser recordada para su trascendencia, sin que ese hecho signifique pronunciarse sobre un régimen político determinado, y ante un Cristo que sufre los errores del hombre, una vez más, como tantas otras veces, y espera su comprensión, haciendo frente al olvido, a la indiferencia, y a las malas interpretaciones, en la resignación más solemne y paciente de la mutilación y del silencio.

Foto: Koke Pérez

miércoles, 24 de enero de 2018

Las macabras huellas de la Plaza Sant Felip Neri









Si hay misterios insondables en la historia de la humanidad para mí son, sin duda, las guerras. Todo lo demás, por más sorprendente que parezca, resulta absolutamente creíble ante las imágenes que dejan esas contiendas en las entrañas de las ciudades.

España ha sido uno de esos tantos países en el mundo que ha sobrevivido a esas infamias y, el hecho de haberse levantado luego de episodios tan demoledores lo vuelve más hermoso aún.

Hoy, cedemos el timón a nuestra imaginación dentro de los perímetros que nos acercan a esa época donde el odio se convertía en el macabro arquitecto de sus ciudades, remodelando los edificios de acuerdo a su grotesco placer.

Así, escudriñando en el pasado, llegamos a la Plaza Sant Felip Neri, en el Barrio Gótico de la ciudad de Barcelona.

Esta pequeña plaza, sombría y húmeda, que pareciera que entre las casas de estilo renacentista que la rodean se ocultara del eco de la urbe, se erige dentro de los límites del que hubo sido el antiguo cementerio judío, Montjuic del Obispo. En su estancia central, una fuente de agua de base octogonal, de la cual ha sido profanada su figura, preside silenciosa el juego de los niños de la escuela adyacente.

Resulta inevitable que esa imagen promueva la evocación de aquella mañana del 30 de enero de 1938, durante la Guerra Civil Española.

La primera explosión había sucedido a las nueve de la mañana, una treta de infame terror, premeditada, llamada bomba trampa, a la cual le sucedió un nuevo bombardeo dos horas más tarde, con el fin de sorprender al barrio mientras prestaba auxilio a sus heridos, y en este caso, a muchos niños que huían aterrorizados a refugiarse en los sótanos de la iglesia, a quienes la deflagración alcanzó, dando muerte a veinte de ellos. 


Las reducidas dimensiones de la plaza propiciaron que la destrucción fuese aún mayor: la onda de compresión produjo el derrumbe de las casas lindantes, las puertas forradas de hierro de la iglesia fueron arrancadas de sus goznes y arrojadas contra el presbiterio, y las paredes del convento, visiblemente acribillados.


Cuando desandamos los pasos de aquel infortunio maquinado por sagacidades que buscaban obrar terror y destrucción, apreciamos las huellas de aquella mañana nefasta sobre las superficies de los muros de la plaza como crudos testimonios del perfil más perverso y lóbrego del ser humano, permitiendo que esas huellas nos recuerden nuestras fragilidades, y deseando que la placa conmemorativa que se erige en la plaza como dos brazos levantados al cielo reclamando clemencia entre tanto dolor, se convierta en un portal que permita a las cuarenta y dos víctimas de aquel bombardeo retroceder en el tiempo, y así, poder seguir dando paseos, asistir a los llamados dominicales de la iglesia y jugar, en una plaza que hoy desenmascara la crueldad y, al mismo tiempo, la imbecilidad humana, con una habilidad aprendida en el tiempo, a través de tenebrosas y dolientes visiones.





martes, 16 de enero de 2018

Colombarios en la Basílica Menor de San Juan



Hay temas que para muchos son una especie de tabú, un misterio hosco y sombrío sobre el que no resulta demasiado atractivo indagar, quizás por temor a que la tenebrosidad del aura que lo representa los envuelva, y los proyecte tanto como para hacerlos formar parte de él.

La muerte es uno de ellos.  

No creo que nadie esté preparado para ella, y mucho menos que la desee, pero lo que sí es verdad es que hay diferentes maneras de afrontarla, de hablar de ella, de establecer referencias o sobrellevarla, y que hay quienes la convierten en una excusa para la creación, para el arte, y saben rodearla de marcos maravillosos.




Tal es el caso de los mil quinientos columbarios ubicados como joyas esparcidas en el interior de la magnífica Basílica Menor de San Juan, en el centro de la ciudad de Oviedo; un templo neorrománico de gran belleza artística, construido entre los años 1912 y 1915.

Poco conocía yo de este asombroso templo, hasta que el diseñador y artesano, Carlos García Ángeles, ante la visión de estos nichos transmutados en elementos decorativos de lujo, mimetizados con vitrales de estilo gótico, columnas y esculturas, me recordó durante su visita, y me envió estas fotos, seguro de que yo sabría apreciarlas.
Sin duda alguna las he apreciado mucho, querido amigo, halagada por tu evocación y agradecida de que compartieras estas exquisitas imágenes conmigo, tan llenas de historia como de cariño, que nos han valido esta ráfaga de curiosidad hacia este sitio extraordinario, al amparo de los fascinantes escenarios que exhibe el norte de España, a través de una de sus riquezas patrimoniales en el Principado de Asturias.

Emilia

Antes de que el sol se asomara sobre los montes rocosos de Alfarnate, María se había levantado de su cama, una vez más. Prácticamente...