miércoles, 24 de enero de 2018

Las macabras huellas de la Plaza Sant Felip Neri









Si hay misterios insondables en la historia de la humanidad para mí son, sin duda, las guerras. Todo lo demás, por más sorprendente que parezca, resulta absolutamente creíble ante las imágenes que dejan esas contiendas en las entrañas de las ciudades.

España ha sido uno de esos tantos países en el mundo que ha sobrevivido a esas infamias y, el hecho de haberse levantado luego de episodios tan demoledores lo vuelve más hermoso aún.

Hoy, cedemos el timón a nuestra imaginación dentro de los perímetros que nos acercan a esa época donde el odio se convertía en el macabro arquitecto de sus ciudades, remodelando los edificios de acuerdo a su grotesco placer.

Así, escudriñando en el pasado, llegamos a la Plaza Sant Felip Neri, en el Barrio Gótico de la ciudad de Barcelona.

Esta pequeña plaza, sombría y húmeda, que pareciera que entre las casas de estilo renacentista que la rodean se ocultara del eco de la urbe, se erige dentro de los límites del que hubo sido el antiguo cementerio judío, Montjuic del Obispo. En su estancia central, una fuente de agua de base octogonal, de la cual ha sido profanada su figura, preside silenciosa el juego de los niños de la escuela adyacente.

Resulta inevitable que esa imagen promueva la evocación de aquella mañana del 30 de enero de 1938, durante la Guerra Civil Española.

La primera explosión había sucedido a las nueve de la mañana, una treta de infame terror, premeditada, llamada bomba trampa, a la cual le sucedió un nuevo bombardeo dos horas más tarde, con el fin de sorprender al barrio mientras prestaba auxilio a sus heridos, y en este caso, a muchos niños que huían aterrorizados a refugiarse en los sótanos de la iglesia, a quienes la deflagración alcanzó, dando muerte a veinte de ellos. 


Las reducidas dimensiones de la plaza propiciaron que la destrucción fuese aún mayor: la onda de compresión produjo el derrumbe de las casas lindantes, las puertas forradas de hierro de la iglesia fueron arrancadas de sus goznes y arrojadas contra el presbiterio, y las paredes del convento, visiblemente acribillados.


Cuando desandamos los pasos de aquel infortunio maquinado por sagacidades que buscaban obrar terror y destrucción, apreciamos las huellas de aquella mañana nefasta sobre las superficies de los muros de la plaza como crudos testimonios del perfil más perverso y lóbrego del ser humano, permitiendo que esas huellas nos recuerden nuestras fragilidades, y deseando que la placa conmemorativa que se erige en la plaza como dos brazos levantados al cielo reclamando clemencia entre tanto dolor, se convierta en un portal que permita a las cuarenta y dos víctimas de aquel bombardeo retroceder en el tiempo, y así, poder seguir dando paseos, asistir a los llamados dominicales de la iglesia y jugar, en una plaza que hoy desenmascara la crueldad y, al mismo tiempo, la imbecilidad humana, con una habilidad aprendida en el tiempo, a través de tenebrosas y dolientes visiones.





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