martes, 16 de enero de 2018

La casa de Campillo. Epílogo




Poco a poco fuimos descifrando el lenguaje de la vieja casa de Campillo.
- ¿Te has levantado de la cama, anoche?- le preguntaba a mi marido, una y otra vez.
-No… - me respondía, una y otra vez.
Era evidente que ninguno de los dos quería contar lo que había visto esa noche ni lo que había escuchado, para no brindarle a esos sucesos una trascendencia que no se merecían. Pero la curiosidad pudo con nuestro secreto.
La casa había vuelto a hablar en ese idioma que intentábamos entender a base de insomnios y sobresaltos: los pasos en el parquet, el hilo de luz atravesando la habitación, la desconexión simultánea de los despertadores eléctricos, el círculo de luz blanca sobre la pared que se agrandaba y volvía a hacerse pequeño…
Muchos fueron los mensajes que teníamos que interpretar y todos nos llevaban a pensar a una misma traducción: la abuela Elvira. 
Quizás, y pensando en mi amigo Rubén, el sacerdote, podría decir que no fue ella la que nos obligó a marcharnos varios meses antes de la finalización de nuestro contrato de alquiler; quizás no fue su insistencia en permanecer en la casa la que nos exasperaba al punto de robarnos una convivencia tranquila; quizás no fue su luz la que ensombreció la vida de Delia, la siguiente inquilina de Campillo, con la muerte repentina de su segundo esposo en su octavo mes de embarazo; quizás no fue Elvira ni su empecinado mal humor la que nos obligó a recurrir a la magia de Sara y a su bagaje de sortilegios, o quizás sí, y entonces la muerte no sería un final sino un comienzo con muchas posibilidades.
Hay sucesos de nuestra vida que no queremos dar a conocer por miedo a no poder compartirlos con las personas adecuadas y a que se nos malinterprete pero, de repente, y en las situaciones menos pensadas, brotan solos, como una necesidad de saldar una vieja deuda con nuestra propia historia.
Y así lo he contado.
Hoy no sé mucho más de la casa. Sé que Delia la restauró, cambió el número del teléfono, dedica los días a cuidar de su hijo y de sus gatos, y que para terminar con tantas historias oscuras pintó el frente deteriorado de la casa de rosa y celeste.
- Qué curioso…- le dije a mi marido una mañana mientras atravesábamos la calle Campillo-. Rosa y celeste… ¡Cómo la vela de la Virgen!

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