Poco a poco fuimos descifrando el lenguaje de la
vieja casa de Campillo.
- ¿Te has levantado de la cama, anoche?- le
preguntaba a mi marido, una y otra vez.
-No… - me respondía, una y otra vez.
Era evidente que ninguno de los dos quería contar
lo que había visto esa noche ni lo que había escuchado, para no brindarle a
esos sucesos una trascendencia que no se merecían. Pero la curiosidad pudo con
nuestro secreto.

La casa había vuelto a hablar en ese idioma que
intentábamos entender a base de insomnios y sobresaltos: los pasos en el
parquet, el hilo de luz atravesando la habitación, la desconexión simultánea de
los despertadores eléctricos, el círculo de luz blanca sobre la pared que se
agrandaba y volvía a hacerse pequeño…
Muchos fueron los mensajes que teníamos que interpretar
y todos nos llevaban a pensar a una misma traducción: la abuela Elvira.
Quizás, y pensando en mi amigo Rubén, el
sacerdote, podría decir que no fue ella la que nos obligó a marcharnos varios
meses antes de la finalización de nuestro contrato de alquiler; quizás no fue
su insistencia en permanecer en la casa la que nos exasperaba al punto de
robarnos una convivencia tranquila; quizás no fue su luz la que ensombreció la
vida de Delia, la siguiente inquilina de Campillo, con la muerte repentina de
su segundo esposo en su octavo mes de embarazo; quizás no fue Elvira ni su
empecinado mal humor la que nos obligó a recurrir a la magia de Sara y a su
bagaje de sortilegios, o quizás sí, y entonces la muerte no sería un final sino
un comienzo con muchas posibilidades.
Hay sucesos de nuestra vida que no queremos dar a
conocer por miedo a no poder compartirlos con las personas adecuadas y a que se
nos malinterprete pero, de repente, y en las situaciones menos pensadas, brotan
solos, como una necesidad de saldar una vieja deuda con nuestra propia
historia.
Y así lo he contado.
Hoy no sé mucho más de la casa. Sé que Delia la
restauró, cambió el número del teléfono, dedica los días a cuidar de su hijo y
de sus gatos, y que para terminar con tantas historias oscuras pintó el frente
deteriorado de la casa de rosa y celeste.
- Qué curioso…- le dije a mi marido una mañana
mientras atravesábamos la calle Campillo-. Rosa y celeste… ¡Cómo la vela de la
Virgen!
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