Ya para ese entonces, tenía mi santera personal. Lo
mejor era tomar ciertas precauciones, por más curiosas que sean.
Sara atendía una pequeña tienda de artilugios
mágicos en la vieja galería Santa Fe, contigua a mi nuevo trabajo, y solía
visitarla muy a menudo. Tenía un hablar pausado, muy suave y seguro, y se
involucraba con profesionalidad para, como ella bien decía, “ayudarnos a conectar con el plano espiritual y potenciar nuestras propias
fuerzas para conseguir la calma progresiva del espíritu”.
Yo le creía porque, ante la incertidumbre, es más
sencillo creer en lo que más se duda y buscar soldados que nos ayuden a
batallar nuestras propias guerras.
De toda esta parafernalia esotérica tuve siempre
especial preferencia por las velas, y Sara las tenía a todas: la de los siete
colores, que se suponía que al consumirse durante siete días cumplía los deseos
escritos en un pequeño papel pegado a su base;
las velas blancas, que nos protegían
y conservaban nuestros ahorros; las velas amarillas, que promovían el
entendimiento entre las personas que vivían en la casa; la vela roja, que nos
ayudaba a conseguir buenos puestos de trabajo; la vela azul y rosa, que suavizaba
conflictos laborales, y la vela rosa y
celeste, de la Virgen, que era mi favorita, ya que se suponía que nos
transmitiría paz y tranquilidad.
Entre otras tantas.
Tanto conocimiento enciclopédico sobre hechicería
y conflictos paranormales aplicados con el sencillo propósito de acabar con los
misteriosos pasos nocturnos sobre el parquet de la habitación, no pudieron sin
embargo con la casa de Campillo, y sus efectos se desvanecían en el mismo
momento de su aplicación.
Así, en el transcurso de los días había ido
elaborando varios hechizos de supervivencia que no pasaban del intento.
En la parte trasera de la casa, a la sombra de
nuestro inestimable cafeto, había enterrado un pequeño envoltorio cerrado con
almizcle, mirra, benjuí, algo de oro y algo de plata en su interior para poder,
según las recomendaciones sabias de Sara, fusionarnos con la casa progresando
en tranquilidad; pero no conseguimos ni siquiera que creciera el césped.
También solía preparar humeantes sahumerios
caseros a base de incienso y mirra para “purificar
la casa y alejar las energías negativas”, y solo conseguía retrasar las
tareas domésticas y ahumar las sábanas y las cortinas.
Cierta mañana, incluso, compré un pequeño frasco
de cristal de tapa negra con esencia de anís, romero y aceite de oliva para “evitar las inseguridades y los temores” pero,
esa misma noche, mi
hijo lo dejó caer al suelo esparciendo su mágico efecto grasiento sobre la
alfombra que terminó en la lavadora con el jabón más barato del supermercado
del barrio.
Y, por supuesto, el elemento mágico que no faltaba
en la casa de Campillo eran las velas, mis talismanes preferidos que, según
Sara, simbolizaban el fuego eterno del alma.
Siempre teníamos una vela encendida en algún
rincón de la casa, hasta la tarde en que la de los siete colores prendió fuego
a la pequeña cesta con piñas que adornaba el centro de la mesa del comedor,
precipitando el final de los siete días de espera para que los deseos redactados
en un papel y adheridos a su base se convirtieran en realidad.
Entonces, bajo la directa supervisión de mi
santera, y atenta a sus sugerencias, recurrimos a la protección de “la poderosa
espada de San Jorge”, que debía ser enterrada en la tierra de una maceta junto
a la puerta de entrada, de esa manera, mantendría la casa protegida de “visitas
inesperadas”.
Esta era una pequeña espada plateada que
simbolizaba la victoria de San Jorge sobre un feroz dragón, por lo que estaba
descartado que su valentía nos protegería a nosotros.
Inmediatamente después de comprarla, localicé una
vieja maceta con una hermosa planta de hojas verdes y, siguiendo paso a paso
las instrucciones de Sara, la coloqué sobre un pilar de yeso, junto a la puerta
de entrada de la casa, y enterré la hoja de la pequeña espada dentro de ella.
El sol se colaba a través de los cristales de la
puerta y se la veía brillar desde su lecho húmedo y térreo, imponiéndose
estoicamente en sus funciones.
La espada anochecía en su sitio pero nunca
amanecía en él.
Después de la primera desaparición, y cuando ya la
creía perdida, la hallé por casualidad, y cubierta totalmente de tierra, entre
las plantas a medio crecer de los dominios del cafeto.
A partir de ese día ya sabía adónde ir por ella
cada vez que quería recobrarla y ponerla en el sitio que le correspondía de
acuerdo a la actividad que se le había asignado, hasta la mañana en que me fue
imposible hallarla, y no volví a saber de ella.
- Los muertos están muertos - me decía el Padre
Rubén después de escuchar los pormenores de mis herejías.
Yo asentía con obediencia mientras escondía la
vela de los siete colores.
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