lunes, 8 de enero de 2018

La casa de Campillo. Parte I



Ahora, si los veo, me hago la distraída.
De jóvenes siempre creíamos en fantasmas. Yo, por mi parte, he leído todo lo que mi adolescencia ha podido de Stephen King y he hecho el controvertido juego de la copa, con domésticos tableros quija y el valor de los veinte años, tantas veces como me he reunido con amigos, invocando desconocidas ánimas que creíamos sabias y conocedoras de todas las respuestas y eludiendo las posibles consecuencias de sus reivindicaciones espectrales. Sentíamos frío, teníamos miedo y mucha curiosidad, y con eso y la noche disponible bastaba.
Sin embargo, hacía tiempo que no interactuábamos con el más allá cuando alquilamos la casa de calle Campillo, en uno de los barrios al norte de la ciudad de Santa Fe, en nuestra hoy lejana Argentina.
Habíamos dejado de lado ese típico hambre de terror adolescente, ya no pensábamos en tableros quijas o en tenebrosas invocaciones; con un niño pequeño y una vida pensada para él sabíamos que no debíamos arriesgar una tranquilidad que parecía ir edificándose sobre acertadas decisiones. Hasta, una tarde, en la que comencé a sentir ese perfume en pequeñas ráfagas de aire dulce.
Era una casa muy vieja, no necesitábamos más que ver la pintura corroídas de las paredes para saber que allí se había vivido mucho y durante muchos años, incluso, los anteriores inquilinos se habían afanado en destrozarla y en dejar sus alacenas impregnadas de una suciedad grasienta que nos obligaba a arremeter contra ellas con mucho más que una bayeta y algo de detergente.
El patio en la parte trasera de la casa  presentaba una pequeña superficie cuadrada junto a la pared lindante que seguramente en alguna de sus vidas anteriores habría visto crecer césped y plantas pero que en el momento de nuestra llegada se encontraba cubierto de piedras blancas que hubo que quitar, en una cálida tarde de sudores y mates, mediante paladas de esfuerzo dividido entre mi marido y mis tres hermanas, a las que había seducido la tarea de restaurar la vieja casa transformando, tal amasijo de años e históricos abandonos, en un hogar plácidamente habitable para nuestra pequeña familia.
Entre las piedras se levantaba, frondoso e imbatible, un enorme cafeto, alto, con una fronda de tallos deformes, ramas retorcidas que buscaban la luz del sol y asquerosos gusanos verdes que devoraban sus hojas.
La primera decisión con respecto a su permanencia en el jardín, sin embargo, no fue concluyente. A pesar de haberlo reconocido, porque en la casa grande de mi infancia había un árbol igual, con esos horribles habitantes mórbidos y babosos entre sus hojas, y a pesar de haberlo odiarlo desde el primer momento nunca lo quitamos, dedicándonos a soportar su presencia con resignación y a podarlo frecuentemente para que los brazos no crucen la pared que limitaba nuestro nuevo territorio.
Con la mejor voluntad que podía procurar hacia las tareas que estábamos desempeñando esos días, y mientras intentaba que las estanterías de un mueble de madera ubicado en la cocina pudieran volver a ser utilizadas, una ráfaga de perfume dulce me envolvió con un misterioso embrujo, y se fue tan rápido como había aparecido, dejándome con mis bayetas sucias y mis preguntas sin respuestas.
Esa situación se repitió en tantas ocasiones que lo comenté con mi marido; era un perfume muy dulce, tanto que ni yo podría usarlo jamás, y su percepción tenía un principio y un fin bien definidos.
Él hasta ese día no había asociado ninguna actividad de la casa con ese aroma, nunca lo había sentido y pasaba a ser una anécdota sin demasiada trascendencia hasta que Silvano nos habló del funeral de la abuela Elvira en la habitación grande.
La abuela Elvira, madre de la esposa de Silvano, había muerto muchos años atrás, y se la había despedido en la misma habitación en la que se suponía había dejado de existir, una habitación muy grande, con una de las esquinas curvas, techos altos y dos ventanas de cristales repartidos, con preciosas persianas de madera y herrajes de hierro que daban a la calle. Era en la que dormíamos nosotros tres por la noche.
Algún tiempo después, en un mediodía de vino y tallarines con la familia de Silvano y Adela, durante el transcurso de una distendida conversación surgió el recuerdo de la ingente cantidad de flores que adornaban la habitación aquel día en el que despedían el cuerpo de Elvira, y de cómo hubo que mantenerlas frescas para que no se marchitaran, en un tórrido verano santafesino, y para que se conservaran hermosas hasta la llegada de Julián, el hijo mayor de la abuela que pasaba sus días en Méjico.
- Tres días… - había relatado Silvano -.  Tres días hasta que Julián llegó por fin para despedirse de su madre.
No dejo de pensar en la larga espera de Elvira para volver a ver a su hijo. Su cuerpo se había marchado antes que su alma, pero nadie la había escuchado volver.
Para cuando Julián llegó de Méjico ya era demasiado tarde, el cuerpo de su madre yacía inerte en un sitio que no le correspondía. Pero ella ya no estaba allí. 
 Elvira estaba en la cocina lavando los platos del mediodía, estaba en el jardín descubriendo gusanos en el cafeto, estaba tendiendo al sol la ropa recién lavada, se había aferrado a cada vértice de la casa, a cada cristal y a cada metro ceniciento de un hogar vencido por la tristeza. 
 Ese día Elvira se encontraba muy ocupada intentando recuperar su vida de la muerte, entre las paredes de una casa que sería suya para siempre, envuelta en un dulce aroma de flores.


Nota de la autora: la finalidad de las imágenes es ilustrativa. No corresponden a la vivienda original para preservar la intimidad de sus propietarios.

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