Ahora, si los veo, me hago la distraída.
De jóvenes siempre creíamos en fantasmas. Yo, por
mi parte, he leído todo lo que mi adolescencia ha podido de Stephen King y he
hecho el controvertido juego de la copa, con domésticos tableros quija y el valor
de los veinte años, tantas veces como me he reunido con amigos, invocando
desconocidas ánimas que creíamos sabias y conocedoras de todas las respuestas y
eludiendo las posibles consecuencias de sus reivindicaciones espectrales. Sentíamos
frío, teníamos miedo y mucha curiosidad, y con eso y la noche disponible
bastaba.
Sin embargo, hacía tiempo que no interactuábamos
con el más allá cuando alquilamos la casa de calle Campillo, en uno de los
barrios al norte de la ciudad de Santa Fe, en nuestra hoy lejana Argentina.
Habíamos dejado de lado ese típico hambre de
terror adolescente, ya no pensábamos en tableros quijas o en tenebrosas
invocaciones; con un niño pequeño y una vida pensada para él sabíamos que no
debíamos arriesgar una tranquilidad que parecía ir edificándose sobre acertadas
decisiones. Hasta, una tarde, en la que comencé a sentir ese perfume en
pequeñas ráfagas de aire dulce.
Era una casa muy vieja, no necesitábamos más que
ver la pintura corroídas de las paredes para saber que allí se había vivido
mucho y durante muchos años, incluso, los anteriores inquilinos se habían
afanado en destrozarla y en dejar sus alacenas impregnadas de una suciedad
grasienta que nos obligaba a arremeter contra ellas con mucho más que una
bayeta y algo de detergente.
El patio en la parte trasera de la casa presentaba una pequeña superficie cuadrada
junto a la pared lindante que seguramente en alguna de sus vidas anteriores
habría visto crecer césped y plantas pero que en el momento de nuestra llegada
se encontraba cubierto de piedras blancas que hubo que quitar, en una cálida
tarde de sudores y mates, mediante paladas de esfuerzo dividido entre mi marido
y mis tres hermanas, a las que había seducido la tarea de restaurar la vieja
casa transformando, tal amasijo de años e históricos abandonos, en un hogar
plácidamente habitable para nuestra pequeña familia.
Entre las piedras se levantaba, frondoso e
imbatible, un enorme cafeto, alto, con una fronda de tallos deformes, ramas
retorcidas que buscaban la luz del sol y asquerosos gusanos verdes que
devoraban sus hojas.
La primera decisión con respecto a su permanencia
en el jardín, sin embargo, no fue concluyente. A pesar de haberlo reconocido,
porque en la casa grande de mi infancia había un árbol igual, con esos
horribles habitantes mórbidos y babosos entre sus hojas, y a pesar de haberlo
odiarlo desde el primer momento nunca lo quitamos, dedicándonos a soportar su
presencia con resignación y a podarlo frecuentemente para que los brazos no
crucen la pared que limitaba nuestro nuevo territorio.
Con la mejor voluntad que podía procurar hacia las
tareas que estábamos desempeñando esos días, y mientras intentaba que las
estanterías de un mueble de madera ubicado en la cocina pudieran volver a ser
utilizadas, una ráfaga de perfume dulce me envolvió con un misterioso embrujo,
y se fue tan rápido como había aparecido, dejándome con mis bayetas sucias y
mis preguntas sin respuestas.
Esa situación se repitió en tantas ocasiones que
lo comenté con mi marido; era un perfume muy dulce, tanto que ni yo podría
usarlo jamás, y su percepción tenía un principio y un fin bien definidos.
Él hasta ese día no había asociado ninguna
actividad de la casa con ese aroma, nunca lo había sentido y pasaba a ser una
anécdota sin demasiada trascendencia hasta que Silvano nos habló del funeral de
la abuela Elvira en la habitación grande.
La abuela Elvira, madre de la esposa de Silvano,
había muerto muchos años atrás, y se la había despedido en la misma habitación
en la que se suponía había dejado de existir, una habitación muy grande, con
una de las esquinas curvas, techos altos y dos ventanas de cristales
repartidos, con preciosas persianas de madera y herrajes de hierro que daban a
la calle. Era en la que dormíamos nosotros tres por la noche.
Algún tiempo después, en un mediodía de vino y
tallarines con la familia de Silvano y Adela, durante el transcurso de una distendida
conversación surgió el recuerdo de la ingente cantidad de flores que adornaban la
habitación aquel día en el que despedían el cuerpo de Elvira, y de cómo hubo
que mantenerlas frescas para que no se marchitaran, en un tórrido verano
santafesino, y para que se conservaran hermosas hasta la llegada de Julián, el
hijo mayor de la abuela que pasaba sus días en Méjico.
- Tres días… - había relatado Silvano -. Tres días hasta que Julián llegó por fin para
despedirse de su madre.
No dejo de pensar en la larga espera de Elvira
para volver a ver a su hijo. Su cuerpo se había marchado antes que su alma,
pero nadie la había escuchado volver.
Para cuando Julián llegó de Méjico ya era
demasiado tarde, el cuerpo de su madre yacía inerte en un sitio que no le
correspondía. Pero ella ya no estaba allí.
Elvira estaba en la cocina lavando los platos del
mediodía, estaba en el jardín descubriendo gusanos en el cafeto, estaba
tendiendo al sol la ropa recién lavada, se había aferrado a cada vértice de la
casa, a cada cristal y a cada metro ceniciento de un hogar vencido por la
tristeza.
Ese día Elvira se encontraba muy ocupada
intentando recuperar su vida de la muerte, entre las paredes de una casa que
sería suya para siempre, envuelta en un dulce aroma de flores.
Nota de la autora: la finalidad de las imágenes es
ilustrativa. No corresponden a la vivienda original para
preservar la intimidad de sus propietarios.
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